martes, 12 de julio de 2011

“Besos de noches lluviosas”

Corría una humedad voraz, el ambiente cambiaba, devenía en un perfecto estado de inmediatez, en donde el menor suspiro y la mayor vibración eran innecesarios para la mutación de la zona, quién podría decirlo, tal vez fuese solo la ilusión de vida la que me hacía expeler cursilería, melodrama o lo que fuese, tan sólo en ese momento, en ese preciso instante, toda mi piel era gentil al contorneo del tiempo, del espacio y de cualquier estímulo subyacente.
Quería el encuentro, era la espera impaciente y explicita la que me hacía jalar atisbos de humanidad, era esa germinante danza de ansiedad y curiosidad lo que me hacía volar, soñando con tiempos que aún no existían y que la espera consumía como una verdad.
Fue entonces, cuando la lluvia cubría mis párpados que la vi, aún más mojada que mi ser, aún más empapada por Dios, la vi con prestancia, la vi con una solidez implacable, intimidante incluso, la vi exageradamente allí, caminando directo hacia mí, con un poderoso aroma a nubes, de esas que permanecían impávidas y gozosas sobre el alero de mis esperanzas curtidas.
No hubo más que una mirada, una perfecta y única mirada para trasladar la nada al todo y el todo al manto de la luna, la increíble e ilustre sensación de crear el silencio consciente generó el colapso de mis nervios, la voluptuosidad de mis ansias socorría a mi muerte con un beso, un único e inmortal beso que me trajo al Olimpo, al ocaso de mis días y al colapso de mi corazón. Fue mi existencia y fue mi extravagante mortalidad.




Un beso en una noche que dio pie a una vida completa. María Teresa Valdés Silva te amo intensa e insesantemente.

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