Un fondo
brillante pintaba el pintor, roseaba colores y matices de uñas brutales, “una
obra maestra”, podrían exclamar cientos, “una real y rotunda obra profunda con
sentido abstracto y un modernismo explicito, que se palpa a simple vista”,
podrían decir otros, “el perfecto calce de la brocha y el lienzo, unidos por el
arte de los colores reunidos todos en una genuina expresividad”, dirían
algunos, pero para él solo era un encargo uno de tantos otros, uno como
cualquiera, tan sólo dedicaba su tiempo a ganarse la vida y el pan.
Pero uno de
esos días, camino justamente a su labor, topó en el sendero con una hermosa damisela,
soberbia visión que ni el más completo de los artistas de toda la historia
podría imaginar, una angelical mujer que con una mirada y una sonrisa llevó a
mundos alternos la mente y el alma del pintor.
Él extrañamente
atraído por ella dejó todo cuanto llevaba en sus manos en el suelo y
simplemente la siguió hasta su refugio en lo profundo de la sima de una
montaña, paciente la miraba, observaba cada detalle de su figura, de la belleza
sin par de su rostro y luego de verse entre sus brazos, casi embrujado por el
aroma que emanaba de esa piel, tomó del bosque vecino una serie de materiales, urdió
sus pinceles, sus colores perfectos y en
un trozo de tela lanzó y lanzó surcos, tan divinos que conmovieron en demasía a
la mujer, quién enamorada al instante, no dejó que el pintor nunca en la vida
abandonara sus días.
Otra forma narrativa de ver lo nuestro, me raptaste corporal y espiritualmente. Te amo María Teresa Valdés Silva.