Murallas de
centeno, la amarillez ácida de las paredes recorre el entorno cuadrado sin
querer dar prisa al tiempo ni a la mortandad, simplemente el enmohecido
ambiente refleja la pasividad con que los días habían urdido un plan de
conspiración en contra del universo.
El destello de
una gota de luz atravesaba pasional el linde de la única ventana, cerradura
abatida y los colores recaían nuevamente en una vejez que no puede ser
descrita. La cama, vulgar dibujo de pasiones acabadas estaba muerta,
despilfarrada en una esquina brutal, solitario a un costado de ésta un fiel
mueble ya en su agonía componía la fidelidad de una pareja devota y eterna.
Toda la escena
honesta se sostenida por algo de polvo, quién podría saber que había debajo de
tal estruendo de terruño, tal vez oro, plata, madera o metal, no se podía
señalar con exactitud y aquel que quisiese averiguarlo debería poseer sin dudar
el título de arqueólogo o algo parecido.
La historia
había muerto al amparo de aquel sitio, las horas y los minutos huían
despavoridos, pues quien se atreviese a pisar un centímetro o algún milímetro
del lugar, de aquella loca alcoba, lentamente caería presa de aquel hedor
podrido y ensordecedor para terminar como la imagen que colgaba de un clavo
petrificado. Tiesa, sin ánimo, sin virtud ni color alguno.
Hasta los
pocos fantasmas que hasta hacía ya algunos días invadían el lugar, preparaban
sus maletas para mudarse al piso de junto, no por el aburrimiento, pues la vida
de los espíritus es realmente monótona, sino más bien por aquel aroma tan
particular. Ya casi con asco recorrían los rincones despidiéndose de arañas,
gusanos y todo tipo de bichos que ahora se volvían sin más, amos y señores de
aquel trozo olvidado de mundo.
La habitación
no quedaría jamás a solas, nunca en el fin del mundo, pero no con vida pensante
que la habitase, lamentablemente no era válida su misión en este mundo y por lo
tanto, como las apariciones ya no estaban, tan solo le quedaba regar su último
suspiro, dejar caer una de sus paredes ácidas y corroídas y permitir el escape
de toda forma de vida bruta y minúscula de si misma, como la última dádiva o el
don final que entregaba como obsequio a todos sus vecinos, habitaciones,
humanos y sentimientos colindantes, por que al no ser un monumento pretencioso,
tan solo quería morir en paz y sin que nadie siguiese acrecentando aquel aroma
tan repulsivo.
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