miércoles, 26 de octubre de 2011

“El último momento de una habitación”


Murallas de centeno, la amarillez ácida de las paredes recorre el entorno cuadrado sin querer dar prisa al tiempo ni a la mortandad, simplemente el enmohecido ambiente refleja la pasividad con que los días habían urdido un plan de conspiración en contra del universo.

El destello de una gota de luz atravesaba pasional el linde de la única ventana, cerradura abatida y los colores recaían nuevamente en una vejez que no puede ser descrita. La cama, vulgar dibujo de pasiones acabadas estaba muerta, despilfarrada en una esquina brutal, solitario a un costado de ésta un fiel mueble ya en su agonía componía la fidelidad de una pareja devota y eterna.

Toda la escena honesta se sostenida por algo de polvo, quién podría saber que había debajo de tal estruendo de terruño, tal vez oro, plata, madera o metal, no se podía señalar con exactitud y aquel que quisiese averiguarlo debería poseer sin dudar el título de arqueólogo o algo parecido.

La historia había muerto al amparo de aquel sitio, las horas y los minutos huían despavoridos, pues quien se atreviese a pisar un centímetro o algún milímetro del lugar, de aquella loca alcoba, lentamente caería presa de aquel hedor podrido y ensordecedor para terminar como la imagen que colgaba de un clavo petrificado. Tiesa, sin ánimo, sin virtud ni color alguno.

Hasta los pocos fantasmas que hasta hacía ya algunos días invadían el lugar, preparaban sus maletas para mudarse al piso de junto, no por el aburrimiento, pues la vida de los espíritus es realmente monótona, sino más bien por aquel aroma tan particular. Ya casi con asco recorrían los rincones despidiéndose de arañas, gusanos y todo tipo de bichos que ahora se volvían sin más, amos y señores de aquel trozo olvidado de mundo.

La habitación no quedaría jamás a solas, nunca en el fin del mundo, pero no con vida pensante que la habitase, lamentablemente no era válida su misión en este mundo y por lo tanto, como las apariciones ya no estaban, tan solo le quedaba regar su último suspiro, dejar caer una de sus paredes ácidas y corroídas y permitir el escape de toda forma de vida bruta y minúscula de si misma, como la última dádiva o el don final que entregaba como obsequio a todos sus vecinos, habitaciones, humanos y sentimientos colindantes, por que al no ser un monumento pretencioso, tan solo quería morir en paz y sin que nadie siguiese acrecentando aquel aroma tan repulsivo.

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