Ególatra empedernido, de una personalidad quebradiza.
¿Qué tanto vale el nombre en la vida de un niño?
Llàmeme, asìstame, enséñeme, corrija, apruebe o desapruebe, llene de espacios el espectro infinito de los días, pues de nada sirve tener una personalidad cuando el nombre, ese que identifica mi rostro y mi ser íntegro, solo es motivo de amnesia.
Que difíciles los días de infancia, algunos eran llamados por sus brillantes y sobresalientes designaciones completas, otros los más despreciados por sus apellidos, pero algunos, los que somos menos, por lo tanto éramos los que no vivíamos de lo que se percibía de notrosos, pasábamos totalmente de incógnitos.
"Oiga, joven", "Tú", "Él", tantos pronombres, tantos vocativos, tantos apodos, pero ningún significante que aluda siquiera a algún reflejo de quien soy.
Tantos días soportando el anonimato, tantos momentos despreciados y eludidos a la luz de una vida que no calza, que no se siente, que parece no existir o que sin más no está en ningún lado.
Tantos preciosos instantes de una vida larga, viviendo minuto a minuto el reflejo limpio de la ausencia propia.
A veces llegaba a pensar que simplemente yo mismo era la fantasía de alguien más, que solo era una ilusa creencia y que mi estado físico correspondía nada menos que a la locura de algún u otro sujeto con tiempo como para pensarme.
Otras veces creí que mi nombre era el sinónimo, o el equivalente a algo evidentetemente grotezco, que la sola pronunciación de éste equivalía a cadena perpetua o pena de muerte y que por aquel miedo justificado, las demás personas eludìan la responsabilidad de llamarme por como me llamaba.
Fue tanto el desprecio, fue tanto el olvido, fueron tantas veces las que no escuche mi nombre, que si ahora tú, simpático oyente, me preguntas por él, sinceramente no sabría qué ni cómo responder a tal interrogante.
¿Qué tanto vale el nombre en la vida de un niño?
Llàmeme, asìstame, enséñeme, corrija, apruebe o desapruebe, llene de espacios el espectro infinito de los días, pues de nada sirve tener una personalidad cuando el nombre, ese que identifica mi rostro y mi ser íntegro, solo es motivo de amnesia.
Que difíciles los días de infancia, algunos eran llamados por sus brillantes y sobresalientes designaciones completas, otros los más despreciados por sus apellidos, pero algunos, los que somos menos, por lo tanto éramos los que no vivíamos de lo que se percibía de notrosos, pasábamos totalmente de incógnitos.
"Oiga, joven", "Tú", "Él", tantos pronombres, tantos vocativos, tantos apodos, pero ningún significante que aluda siquiera a algún reflejo de quien soy.
Tantos días soportando el anonimato, tantos momentos despreciados y eludidos a la luz de una vida que no calza, que no se siente, que parece no existir o que sin más no está en ningún lado.
Tantos preciosos instantes de una vida larga, viviendo minuto a minuto el reflejo limpio de la ausencia propia.
A veces llegaba a pensar que simplemente yo mismo era la fantasía de alguien más, que solo era una ilusa creencia y que mi estado físico correspondía nada menos que a la locura de algún u otro sujeto con tiempo como para pensarme.
Otras veces creí que mi nombre era el sinónimo, o el equivalente a algo evidentetemente grotezco, que la sola pronunciación de éste equivalía a cadena perpetua o pena de muerte y que por aquel miedo justificado, las demás personas eludìan la responsabilidad de llamarme por como me llamaba.
Fue tanto el desprecio, fue tanto el olvido, fueron tantas veces las que no escuche mi nombre, que si ahora tú, simpático oyente, me preguntas por él, sinceramente no sabría qué ni cómo responder a tal interrogante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario