La noche estaba tibia, fluían en el acto mismo de la voluptuosidad, las mínimas instigaciones a los placeres eróticos de la inmensidad. Los amantes aunque distantes por la generosidad de la vida, ansiaban el uno al otro el aplauso violento de los cuerpos sudorosos y extasiados, jamás débiles, siempre fervorosos, codiciosos del calor del otro. Nada en el mundo haría que existiese una diferencia entre un centímetro y mil kilómetros, daba igual, cualquier lejanía, por amplia o cortés que fuese era semejante, idéntica, las ganas y el deseo inmenso que sentían el uno al otro los hacía sucumbir. Subyacentes en la atracción mutua, caminaban días, horas, eternos y levitantes momentos divagando etéreos en la figura del amado, de aquel sujeto que colmaba cada fibra de sus cuerpos, extrayendo toda la esencia y fundiéndola en los sueños, un amor más firme que el mayor de los deseos, un arraigado e inmortal sentimiento los movilizaba, los entregaba, los envolvía en la carencia de la piel, pero fuertes, cómplices, la desdicha de la distancia se transformó pronto en el jubilo del reencuentro, y nada en el mundo pudo empañar el momento del siguiente primer beso.
Como quisiera hacer de esta historia una realidad instantanea y volver a tus brazos ahora. Te amo muchísimo María Teresa Valdés Silva.
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